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El misterio del reloj robado

Por: Abigail Escobar, Martina Davalos, Ambar Parisi y Zoé Rodriguez

En una tranquila ciudad de provincias, donde raramente ocurría algo fuera de lo común, un suceso sacudió la rutina de sus habitantes. El reloj antiguo de la plaza central, orgullo del municipio y testigo de incontables historias, había desaparecido misteriosamente una noche.

 

Todo comenzó un lunes por la mañana, cuando los primeros habitantes del pueblo notaron la ausencia del reloj. Aquella pieza de relojería, donada por un benefactor anónimo hacía más de un siglo, tenía un valor sentimental incalculable. La alcaldesa, Teresa López, alarmada por las implicaciones del robo, llamó de inmediato al detective Julio Medina, un ex-policía con fama de resolver los casos más enigmáticos.

 

Julio llegó a la escena del crimen y comenzó su meticulosa investigación. La base del reloj no mostraba signos de fuerza, lo que sugería que el ladrón debía haber tenido acceso a las herramientas necesarias para desmantelarlo sin levantar sospechas. Los testimonios de los vecinos eran vagos y contradictorios; sin embargo, todos coincidían en una cosa: nadie había oído ni visto nada inusual durante la noche.

 

Julio identificó rápidamente a tres posibles sospechosos:

 

• Don Ricardo, el relojero del pueblo, quien había estado muy preocupado por la restauración del reloj. Algunos decían que estaba obsesionado con la máquina y que a menudo se le veía hablando solo frente a la plaza.

• Ana María, una joven activista que había protestado recientemente contra el gasto municipal en la conservación del reloj, argumentando que el dinero debería destinarse a causas más urgentes.

• Manuel, un ex-empleado municipal despedido meses atrás por robar herramientas del almacén de la ciudad. Tenía el conocimiento técnico y una posible venganza como motivo.

 

Julio decidió seguir la pista más lógica: Don Ricardo. Una visita a su taller reveló su coartada: había estado trabajando en una reparación urgente durante toda la noche. Sin embargo, Julio notó algo peculiar en una de las estanterías: una pieza de engranaje idéntica a las usadas en el reloj de la plaza.

 

—Don Ricardo —dijo Julio con voz calmada pero firme, señalando la pieza de engranaje—, ¿de dónde ha sacado esto? Parece bastante familiar.

 

Don Ricardo, un hombre mayor de manos temblorosas y mirada evasiva, levantó la vista de su banco de trabajo. Trató de sonreír, pero su rostro traicionaba una mezcla de ansiedad y remordimiento.

 

—Ah, esa… —dudó unos instantes antes de continuar—. Esa pieza es del reloj de la plaza.

 

—¿Del reloj de la plaza? —Julio arqueó una ceja—. Me temo que esto complica las cosas, Don Ricardo. ¿Cómo llegó a su taller?

 

Don Ricardo suspiró profundamente, como si un gran peso le oprimiera el pecho.

 

—Yo… yo lo tomé, detective. Pero no lo robé. Lo retiré para salvarlo —su voz era apremiante, casi suplicante—. El reloj estaba en un estado lamentable. Nadie lo cuidaba como debía ser, y temía que pronto se dañaría de manera irreversible. No podía permitir que una pieza tan importante para el pueblo se arruinara.

 

Julio lo observó en silencio durante unos segundos, permitiendo que las palabras del relojero resonaran en el aire antes de responder.

 

—Entonces, ¿su plan era llevárselo sin decir nada? —preguntó Julio—. ¿Esperaba devolverlo una vez reparado, sin que nadie notara su ausencia?

 

Don Ricardo asintió lentamente.

 

—Exactamente. No quería alarmar a nadie ni generar más problemas para la alcaldesa. Pensaba devolverlo en perfectas condiciones antes de que alguien siquiera se diera cuenta.

 

—Sin embargo —dijo Julio, inclinándose hacia él—, alguien sí se dio cuenta. Y ahora el pueblo entero está en vilo. ¿Por qué no lo informó? Tal vez hubiera sido mejor trabajar en conjunto con las autoridades.

 

—No pensé que fuera necesario —respondió Don Ricardo, cabizbajo—. Quería evitar que alguien interviniera y cometiera un error con una reparación tan delicada.

 

Julio lo miró fijamente. Aunque la intención de Don Ricardo parecía noble, las consecuencias de su acción habían generado una confusión innecesaria.

 

—Bien, Don Ricardo, voy a hablar con la alcaldesa —dijo Julio tras un largo silencio—. Creo que podemos encontrar una solución que beneficie a todos, pero esto no puede volver a suceder. El reloj es del pueblo, y todos deben estar involucrados en su cuidado.