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Ficciones sobre Malvinas


Lo que Malvinas me dejó

Este cuento refleja cómo de la noche a la mañana un joven tuvo que aprender a ser un soldado. Los invitamos a leer este profundo relato sobre la guerra de Malvinas.

Por: Malena Cabrera

Mi nombre es Martín Mesa Castro, oriundo de Tafí Viejo, provincia de Tucumán,  por eso me dirían el “tucumano” en el ejército, sí, se rompieron la cabeza para pensarlo, nótese el sarcasmo. Soy el tercer hermano en una familia de cinco hermanas, mi papá y yo éramos los únicos varones en la casa.

 

Recuerdo el día que me llamaron para cumplir el servicio militar obligatorio, tenía dieciocho años y, a diferencia de muchos compañeros y amigos que querían cumplir con su misión de “proteger la patria” pero yo lo que menos podía sentir era emoción por el sorteo. No entendía cuál era la excitación por ir a un lugar donde seguramente te van a golpear y maltratar. Además, advertía que iba a estar rodeado de militares, que sabía que habían hecho atrocidades que hasta ahora se siguen encubriendo… así que reitero, no estaba para nada emocionado con el sorteo. De hecho, rogaba en secreto que no me tocara pero, como dice el dicho: “Dios le da pan al que no tiene dientes”. 

 

Aún recuerdo perfectamente la fecha, era veinte de febrero de 1982, y en la radio se estaba emitiendo el sorteo, quedaban dos números para sortear y yo ya me había relajado, pensando que no podía tener tanta mala suerte como para que me tocara, pero me tocó, en la radio se escuchó fuerte y claro el número 485, los últimos tres números de MI documento, del MÍO. Yo pensé que no podía estar más caliente hasta que vi a mi viejo, junto con mis hermanas, que no podían estar más orgullosos. Por un lado, mis hermanas empezaron a decir que iban a tener un soldadito en la casa y mi papá había dicho que el servicio me iba a hacer un verdadero hombre, un macho, como él. Por otro lado, estaba mi mamá, que no dijo nada, ni una felicitación, ni un lamento, ni siquiera una mirada, solo se levantó y se fue tan rápido que ni siquiera escuchó que a los que tenían el 485 les había tocado en el cuartel 36, en Buenos Aires, CABA. Los demás no notaron que se había ido, tampoco notaron mi cara de miedo, pero no los culpo, a veces el orgullo es como una venda en los ojos, no te deja ver. 

 

Tan solo dos días después vinieron a buscarme con los demás reclutas. El lugar estaba lleno de familias despidiéndose, la mía inclusive. Estaban parados enfrente de mí, mis hermanas me dieron un abrazo, dijeron que me querían mucho y me iban a mandar muchas cartas, las más pequeñas comentaron que incluirían dibujos, interrumpido por un apretón en el hombro de parte de mi padre acompañado de un “te va a ir bien, vas a ver”. La última que faltaba despedirse era mi mamá, ella no me había hablado más que lo básico los últimos días, como si estuviera enojada conmigo porque me estaba yendo, claro, como si yo quisiera irme, me miró y repentinamente me abrazó. Me dijo al oído “cuídate, por favor y que no te cambien”. Yo solo la miré y asentí, para después ingresar al transporte, que llegó para enviarnos a Buenos Aires. Saludé a mi familia desde la ventana, al igual que todos los demás y, sin más dilación partimos a capital.

 

Ni bien llegamos, fuimos al cuartel y ya nos estaban esperando varios soldados, listos para revisarnos y cortarnos el pelo. En el micro había conocido a Juan, apodado “Colo” por su color de pelo, y a José, apodado “Pepe”, se podría decir que nos habíamos hecho amigos, lo más que se podía en unas horas de viaje. Juan era de Santa Fe, tenía diecinueve años y vivía con su mamá y su abuela, hijo único pero, con muchos primos y no le gustaba hablar de su viejo. José tenía veintiún años y era de Misiones. Por lo que decía, tenía una novia que lo estaba esperando en Córdoba, que la había conocido en su viaje de egresados, tenía una buena relación con sus dos padres y también era hijo único.

 

Nuestro paso por el cuartel no me pareció ni corto ni largo, ni difícil ni fácil, más bien intermedio. Nos habían enseñado algunas tácticas de combate y cómo agarrar armas, lo básico dentro del ejército. Claro que no nos habíamos librado de comernos algunas golpes o gritos por parte de los superiores pero, a comparación de lo que esperaba, no estaba tan mal. Mi familia siempre que podía me mandaba cartas al igual que yo a ellos, saber que tenía a gente que me quería y me estaba apoyando del otro lado me daba cierta tranquilidad. Todo estaba medianamente bien, medianamente tranquilo pero, ese es el problema con estar en el medio, en algún momento las cosas se inclinan para un lado, en nuestro caso, el malo. Fue un 31 de marzo cuando todo se fue abajo, cuando mi esperanza se fue abajo. Los superiores estaban muy inquietos, todos lo habíamos notado, pero ninguno esperaba que nos dijeran qué pasaba. 

 

Faltaba un día para partir a Malvinas, después de un largo entrenamiento nos encontrábamos almorzando y la comida no me paso más, aunque creo que a ninguno le pasó después de enterarnos que nos íbamos a enfrentar con soldados que seguro sabían más que nosotros, tenían más armas que nosotros y que tenían más valentía que nosotros, o al menos más valentía que yo. Nos dijeron que descansáramos bien esa noche porque mañana nos íbamos temprano pero, creo que nunca dormí peor. No podía dejar de maquinar todo lo que me podría pasar estando allá. En este caso había pensado que lo peor que podía pasarme era morir, qué ingenuo fui.

 

El día 1ro. de abril de 1982 partimos a las Islas Malvinas. Era mi primer viaje en barco, probablemente el de muchos pero, claramente, no lo disfruté. Cómo podría disfrutar de ese viaje, con el silencio que había parecía un viaje de ida sin vuelta, como si ya hubiéramos perdido, como si ya estuviéramos muertos. El general vio esto y se paró firme frente a todos y simplemente dijo, “Ustedes están asustados y la verdad, no me importa, lo único que me importa es ganar esto y a ustedes también es lo único que les tiene que importar, piensen en sus familias, amigos y piensen en su patria. Piensen en los héroes que van a ser cuando recuperemos estás islas”. De alguna forma que todavía no entiendo, ese discurso pareció alivianar el ánimo y darle la esperanza a muchos de que podíamos ganar, de que podíamos vencer.

 

Es así que con más ánimo y esperanza, un 2 de abril de 1982 desembarcamos en las islas. Lo primero que sentí cuando me bajé, fue el frío, no era un frío seco de esos agradables, era un frío húmedo de esos que te calan los huesos y te dejan tieso. La ropa que tenía, la más abrigada que el ejército me había dado, no me estaba cubriendo nada del frío, pero ni siquiera pude quejarme de eso cuando en mis manos pusieron un fusil, para ser más específico un Fusil M-16 A1. Era un arma de larga distancia, buena cuando está en condiciones, pero la mía no lo estaba, creo que la de ninguno lo estaba. Además del arma, me dieron algunos cartuchos, no recuerdo bien la cantidad, pero estoy seguro de que no habían sido muchos, creo que nadie recibió mucho de algo en esta guerra, ni mucho equipo, ni muchas armas, ropa o comida, pero eso lo veríamos luego. Éramos pocos soldados, si bien a mí me parecía que éramos muchos de parte del ejército argentino, luego me daría cuenta de que en realidad éramos pocos, muy pocos. 

 

Nuestro primer enfrentamiento fue con la guarnición de Port Stanley. Nuestro general nos había dicho que eran observadores británicos, sí, observadores con fusiles en mejores condiciones que los nuestros. Hicimos rápido una barricada improvisada y empezó el combate, lo único que podía escuchar eran tiros y lo que podía ver eran luces, luces titilantes, una encima de la otra. Estaba apretando el gatillo, pero solo Dios sabe dónde estaba disparando.

 

Estuvimos horas en el combate contra los “observadores”, perdimos por lo menos tres personas dentro de nuestro pelotón y una innumerable cantidad de heridos. Físicamente hablando, yo estaba bien y mis amigos también, teníamos uno que otro rasguño en la cara y las rodillas, por estar en el suelo, pero nada realmente grave. Fue así que luego de terminar el combate fuimos a planear el siguiente movimiento. A los que estaban gravemente heridos los dejamos en la zona de combate, con la promesa del general resonando en nuestras cabezas, “voy a llamar a unos refuerzos para que los lleven con las enfermeras”. Probablemente haya sido mentira, pero en ese momento, ni yo ni nadie tenía cabeza para pensar si era cierto. Esa noche dormí unas cuatro horas aproximadamente, me levanté para hacer guardia al lado de Juan, nos pusimos a hablar de pavadas, de nuestras familias y esas cosas que, en ese preciso momento, eran las menos oportunas para hablar. Nos preguntamos qué íbamos a hacer después de la guerra, le dije a Juan que no tenía ni idea, que no lo había pensado y que no me parecía importante, él me respondió:

 

–Obvio que es importante, el futuro siempre es importante –parecía muy decidido.

 

–¿Vos sabés qué vas a hacer? –pregunté interesado.

–Cuando salga de acá me voy a quedar en Buenos Aires para estudiar medicina –dijo y me quedé sorprendido, nunca me hubiera imaginado que él quería ser médico.

 

–Voy a salvar gente –me dijo respondiendo al silencio.

 

–Más vale que te acuerdes de Pepe y de mí cuando seas un doctor famoso –le dije haciendo un chiste.

 

–Cómo me voy a olvidar del tucumano y el Pepe, si son mis amigos –me dijo riéndose y yo me uní a él en la carcajada. 

 

Seguramente no era el momento, pero por una vez en por lo menos un mes y medio, me sentí como un pibe más, uno que habla de lo que quiere hacer en su futuro con su amigo y se ríen de las pavadas que dicen, por un momento me olvidé que estaba en una guerra. La mañana siguiente nos movimos a otro lado, lo que hizo que con el Colo nos despertaramos de nuevo de ese sueño donde éramos chicos, ahora éramos soldados que tenían que pelear, y así lo hicimos.

 

En las semanas siguientes estuvimos en constante movimiento y planificando ataques. En nuestro pelotón, nos faltaba de todo, pasamos hambre debido a las pocas raciones de comida que nos daban, frío por la escasa ropa que teníamos en relación al clima, peligro por el escaso y maltrecho armamento. Lo que no faltaba en muchos era la esperanza aunque esta, con el desarrollo de la guerra, se estaba debilitando. Aproximadamente, hace dos semanas y media que no hablaba con mi familia, me había llegado una sola carta de ellos, diciendo que me deseaban lo mejor, que me amaban mucho y que me habían mandado unos alfajores para que comiera, nunca comí esos alfajores y no estaba seguro de si a ellos les llegó mi respuesta a su carta, ya no sabía nada.

 

Los heridos habían aumentado y los aviones ingleses que lanzaban bombas eran cada vez más. Mis amigos y yo ya no seguíamos tan ilesos como después del primer combate, estábamos sucios por el barro y llenos de moretones por rodar en el piso e incluso a José lo había rosado una bala. 

 

El 28 de mayo fue el día que se quebró todo para mí. Nos habíamos encontrado con otro pelotón y en total debíamos ser 500 o 600 hombres, estábamos en el istmo de Darwin y debíamos evitar que el ejército británico avanzara hacía acá. Una parte del combate está borrada. Solo recuerdo gritos y explosiones, sangre y luces otra vez, casi como el primer enfrentamiento solo que este no duró horas, sino días y no se cobró la vida de tres, sino que se cobró la vida de ciento cincuenta soldados, entre ellos el Colo, mi amigo que iba a ser doctor. Tengo grabado en la mente cómo sucedió. Estaba a unos 50 metros aproximadamente del Colo y de Pepe, estaba con mi fusil disparando a quema ropa cuando empecé a escuchar un silbido que cada vez se hacía mayor, entonces escuche que alguien gritó “¡Bomba!”. Recuerdo el incesante pitido en mis oídos y los gritos acompañados de disparos, una bala me había atravesado la pierna y me había dejado en el piso. Observando con impotencia a los ingleses avanzando, me arrastré hacia mis dos amigos que habían estado más cerca de la bomba. Al primero que vi fue a José, le estaban sangrando las orejas y gritaba sin parar “¡No escucho! ¡No puedo escuchar nada!”. Me hubiera quedado con él si no hubiera visto que a menos de tres metros estaba el Colo tirado en el piso escupiendo sangre. Sabía que era una mala señal, me acerqué a él y vi que tenía esquirlas clavadas por todos lados. Estaba respirando con dificultad, le repetí si me escuchaba y él no respondía, le grité y no respondía; ya no sabía qué hacer y pensé en realizar RCP, cuando vi que su respiración se detuvo, todo él se detuvo.

 

Comencé a llorar, sin que me importe el dolor de mi pierna o el cansancio, lloré porque había perdido en todos los aspectos, perdí a mi amigo y sabía que habíamos perdido frente a los ingleses. Fallé en proteger a mis amigos, en enorgullecer a mi familia y a mi mamá, porque sí me habían cambiado: cuando agarré un fusil y disparé sin importarme qué, dejé tirada a gente herida sin remordimientos... ya no me conocía. Eso fue lo que pensé justo antes de acostarme al lado del Colo y cerrar los ojos, sin escuchar más los gritos de José, sin saber si los iba a volver a abrir.

 

Batalla en Itsmo de Darwin

 

Me desperté, estaba en un barco volviendo a Buenos Aires acompañado de aquellos que habían sobrevivido en el istmo de Darwin, entre ellos Pepe, que todavía estaba inconsciente. No sabía qué hacer, estaba triste y decepcionado, había perdido muchas cosas, todos perdimos muchas cosas: amigos, inocencia, esperanza.

 

En todo el viaje no hablé, tampoco era como si supiera qué decir. Cuando llegué a capital me mandaron a un hospital junto a los demás, me curaron la pierna y los golpes. Estuve ahí durante tres días en observación, me enteré al preguntar por Pepe, que se había quedado sordo debido a que la bomba le había explotado cerca. Antes de irme al cuartel, cuando me dieron el alta, lo fui a ver. No sabía lenguaje de señas, no sabía cómo hablarle, así que solamente lo abracé. Vi un papel que estaba en la mesa y le escribí que me estaba por ir y que si algún día me quería contactar que lo hiciera, acompañado de la dirección de mi casa y un número de teléfono por si alguien cercano a él me quería comunicar algo. Me despedí con la mano y me fui. Cuando volví al cuartel me dijeron que me iba de vuelta a Tucumán con mi familia, que mi servicio a la nación ya había terminado, y eso causó alegría dentro de mi tristeza.

 

El viaje hacia Tucumán nunca me pareció más largo y, apenas me dejaron cerca de mi casa, me eché a correr. Quería ver a mi mamá, a mi papá, a mis hermanas. Llegué a la entrada y todo parecía igual, nada había cambiado en el exterior. Toqué la puerta y abrió mi vieja. Sus ojos se llenaron de lágrimas rápidamente y corrió para abrazarme. La abracé de igual forma y sin poder contenerme más, lloré. Lloré por todo; porque los había extrañado, porque me arrepentía de lo que había hecho, lloré por Pepe y por el Colo también, porque ellos no merecían lo que había pasado, lloré porque habíamos perdido. Mi mamá me trató como si le hablara a un niño y me dijo “Todo va a estar bien, vas a ver”. Me sonrió y entramos a casa, mis hermanas se me acercaron corriendo y me abrazaron, mi papá me vio y también me abrazó, cosa que me sorprendió y me dijo durante el abrazo “Estoy orgulloso de vos”, quise responderle que no debería estarlo, pero no era el momento.

 

Pocos días después de que volví, el 14 de junio de 1982, se declaró que el ejército argentino había perdido en Malvinas, que habíamos perdido las islas. Fue un día triste para mí, pero me di cuenta de que era el final de una etapa, no solo para mí, sino para la Argentina, ya que tiempo después, la derrota iniciaría el paso a nuestra preciada democracia que volvió luego de años de estar bajo el mando de los dictadores.


No sabía qué hacer con mi vida después de la guerra, no sabía si ponerme a trabajar o seguir estudiando, yo no había planificado nada. Hasta que me acordé, me acordé del Colo y de su sueño de ir a la facultad a estudiar medicina. Claramente yo no iba a estudiar medicina, sabía qué no era lo mío, pero me acordé de que él decía que el futuro siempre es importante, Entonces pensé que podía ayudar a mejorar el futuro aprendiendo del pasado, así que me volví historiador. Sí, puede ser raro para algunos, pero a mí me gustó y me gusta lo que hago.

 

Hoy en día estoy conforme con la persona que soy y a lo que me dedico, que es contar la historia, y por eso cuento mi historia para aprender de nuestros errores y para dejar plasmada una experiencia, que no significa que sea la única. La guerra de Malvinas dejó muchas reflexiones y puntos de vista distintos, contar lo que me pasó es algo que puedo hacer luego de tener un trabajo interno. Los traumas que me dejó la guerra a mí y a muchos otros es algo que no todos pueden soportar. Tal es el caso de mi amigo Pepe que con 30 años se suicidó porque no podía soportar los recuerdos de la guerra. Espero que hoy en día, tanto él como Juan, estén en un mejor lugar. Es así que concluyo mi historia como soldado o, más bien, como un joven que un día, tuvo que actuar de soldado.

 

Soldado en Malvinas frente a bandera argentina